martes, 20 de marzo de 2012

EL FUMADOR

Esto fue escrito hace mucho, antes de que sancionaran las leyes y normativas para limitar el tabaquismo, por eso lo hago circular, ya es anacrónico.

Fumaba de un modo frenético y compulsivo, obviamente no podía controlarlo o, más bien, el cigarrillo ya lo tenía bajo su control.
Difícilmente se lo veía sin un cigarrillo en la mano o en la boca porque n podía permanecer sin uno durante más de diez minutos.
De noche se dormía mientras fumaba, lo que se notaba en las quemaduras que había en sábanas, colchones y almohadas. Esa típica circunferencia irregular de bordes entre marrón y amarillo eran la denuncia de los incipientes incendios, contenidos por vaya a saber qué esfuerzos.
Algunas veces su sueño se interrumpía y automáticamente tanteaba el paquete siempre al lado o debajo de la cama.
Si faltaba la brasita entre los dedos se lo veía temblar, los ojos se le ponían rojos y se mesaba los cabellos alternando una mano o la otra.
El índice y el mayor de cada mano estaban amarillos y sus dientes amarronados. Alguna vez tuvo bigote pero renunció a él porque la mancha amarilla a cada lado lo convertía en un apéndice payasesco más que en un rasgo de masculinidad.
Desde que se pusieron ordenanzas restrictivas a los fumadores cada vez fue aislándose y retrayéndose más.
No podía viajar en colectivo porque los choferes y los inspectores lo reprendían, ya sea que los pasajeros lo denunciaran o no.
Peor aún le sucedía en los aviones, por lo que renunció a todo viaje.
En los cafés, sólo los días agradables podía compartir algo en las mesas de la vereda.
En los cines discutió con los acomodadores hasta el extremo de que una vez interrumpieron la proyección y fue sacado de la sala por un policía.
Para visitar a alguien caminaba, pero estaba tan falto de aire que limitó su radio de recorrido a diez cuadras alrededor de su casa.
Por eso, casi siempre se lo veía solo, sentado en la plaza, donde su humo se disipaba sin ofender a nadie, o en su casa, encerrado, escuchando música y leyendo, en compañía de su brasita esclavizante.
Una vez le preguntamos si quería dejar. La respuesta fue precedida de un incómodo silencio en el que levantó la mirada vidriosa mientras la mano sostenía el cigarrillo que se consumía, hasta que un cilindro de cenizas informe se estrelló en el suelo y esbozó una mueca que trató de ser una sonrisa. Entonces dijo que no había elegido una forma de morir sino de vivir.